En un pequeño pueblo rodeado de sierras argentinas, vivía Sergio, un hombre cuya pasión ardía tanto como las brasas de su parrilla. Desde que tenía memoria, Sergio asociaba la felicidad con el chisporroteo de la carne al entrar en contacto con el hierro caliente, el aroma del humo bailando en el aire, y el arte casi ritual de asar.
Sergio no cocinaba carne asada solo por comer; para él, era un acto de amor. Cada mañana comenzaba con una visita al carnicero de confianza, Don Gregorio. Allí, inspeccionaba cada corte como un escultor evaluando mármol, buscando la pieza perfecta que mereciera el altar de su parrilla. El ritual no terminaba ahí: seleccionaba las maderas con esmero, argumentando que el tipo de leña era tan importante como la carne misma.

Un día, el pueblo enfrentó un desafío: el festival anual de las Sierras iba a incluir una competencia para encontrar al "Maestro Asador". Sergio, alentado por sus vecinos, decidió participar. Pero esta vez, no iba a ser suficiente con su pasión diaria; necesitaba algo excepcional. Inventó una receta que mezclaba su técnica clásica con un toque moderno: un adobo secreto con hierbas locales y un peculiar toque de cerveza artesanal.
El día del festival llegó, y la plaza se llenó de humo y risas. La gente formó fila para probar la carne de Sergio, que se deshacía en la boca y dejaba un sabor que recordaba a las raíces mismas de la región. Finalmente, el jurado anunció que Sergio era el ganador. Pero, para él, la mayor recompensa no fue el trofeo, sino compartir con su pueblo lo que siempre había sido su mayor pasión: el arte de la carne a la parrilla.
Esa noche, bajo un cielo estrellado, Sergio miró las brasas menguantes y sonrió. Sabía que, aunque el festival había terminado, su amor por la carne asada sería eterno, chisporroteando en su corazón como en su parrilla.
Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.